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Sus exéquias

Anverso y reverso de la medalla acuñada con motivo de la inauguración del mausoleo de Belgrano.

Anverso y reverso de la medalla acuñada
con motivo de la inauguración del mausoleo de Belgrano.

La muerte del general don Manuel Belgrano, acaecida en Buenos Aires el 20 de junio de 1820, día caótico en que la ciudad vio sucederse tres gobernadores, no tuvo repercusión alguna en medio de las convulsiones de la anarquía. Sin otros recursos que el crédito de varios sueldos no cobrados, el auxilio personal de dos de sus hermanos —una mujer y un sacerdote— y la abnegación de su médico, el moribundo había concentrado en su último aliento el amor y el desencanto supremos de su vida: “¡Ay, patria mía!”.

El vencedor de Salta y Tucumán fue enterrado humildemente en el atrio del convento de Santo Domingo. Ocho días después se realizaron los funerales, casi en secreto, ante la indiferencia de la ciudad nativa. Sólo una “gaucha de Morón” protestó en verso por el “triste funeral, pobre y sombrío / que se hizo en una iglesia junto al río” a un patriota guerrero y fundador de escuelas; ni siquiera la municipalidad había estado representada, a pesar de haber recibido de sus manos “el magnífico cuadro de blasones / que tiene en el salón de sus sesiones” , o sea la famosa tarja de plata de Potosí. La rimada protesta apareció en El Despertador Teofilantrópico, periódico de guardia del vigilante padre Castañeda, y en éste obtuvo respuesta por condigna pluma y ramplonería similar.

Se excusó allí a la ciudad ingrata y se anunció la segura glorificación nacional del prócer en días venideros. Lo que no tardó en llegar fue la corona poética del parnasillo urbano que sustituyó a los homenajes del gobierno. Esteban de Luca, ex alumno de la Academia Militar fundada por Belgrano en Buenos Aires, dedicó más de doscientos endecasílabos blancos a su muerte y cuatro octavas a sus exequias; Juan Crisóstomo Lafinur, ex alumno de la Academia de Matemáticas fundada por el mismo general en Tucumán, compuso un Canto elegíaco y un Canto fúnebre; Juan Cruz Vare la contribuyó con veinte estrofas que no llevaron su firma, y otras plumas anónimas entretejieron décimas, cuartetas y sonetos.

Al cumplirse el primer aniversario de aquella muerte, Buenos Aires, pacificada y optimista, se consideraba libre de las convulsiones de las demás provincias. El gobierno del general Rodríguez prometía todos los bienes. Don Bernardino Rivadavia, recién llegado de Europa, asumió el ministerio que habría de resplandecer entre tanta sombra a tiempo para honrar oficialmente el aniversario luctuoso. Belgrano y Rivadavia, compañeros de misión diplomática, se habían despedido en Inglaterra el 15 de noviembre de 1815, con motivo del regreso del primero a la patria, sin sospechar que se abrazaban por última vez. Se fijó el domingo 29 de julio para el solemne homenaje que retrotraería las exequias en el sentimiento público, si no en el tiempo. Y al año y treinta y nueve días del fallecimiento advirtió el cañón de la Fortaleza, desde el amanecer, cada cuarto de hora, que la ciudad estaba de duelo, y ésta se aprestó arrepentida a participar en las honras fúnebres correspondientes a capitán general en campaña.

El figurado entierro salió de la casa mortuoria a las nueve y llegó a la cercana Catedral a mediodía, pues hizo larga posa en cada bocacalle. Iba el armazón tumbal cargado por brigadieres y coroneles, y lo se guían las corporaciones civiles y eclesiásticas, las comunidades religiosas y todas las cruces parroquiales presididas por la del cabildo eclesiástico, cuyo deán hacía de preste. Los comercios habían cerrado sus puertas, y la muchedumbre afluía a la plaza donde el estado mayor a caballo, y los regimientos de línea y de cazadores, y una compañía de húsares y la artillería montada y otras fuerzas, todas enlutadas, constituían un espectáculo grandioso.

Un toque de clarín anunció la llegada del gobernador, de sus ministros, de los agentes diplomáticos de los Estados Unidos, de Chile y Portugal, de magistrados y altos funcionarios. Cuatro piezas de artillería atronaron al entrar en la Catedral la cabecera del cortejo.

El templo estaba decorado con esplendidez. Impresionante túmulo de cuatro frentes se alzaba hasta el cornijón de la cúpula. Banderas ganadas al enemigo se entrecruzaban en cada uno de los pilares, también ornados con espadas, armas de fuego, tambores y cornetas. Iluminaban el conjunto numerosas hachas de cera y lacrimosos velones. La vigilia fue cantada y la misa se inició a las dos. Terminado el oficio, subió al púlpito el prebendado doctor Valentín Gómez, y su elogio fúnebre, de severa elocuencia, puso fin a la ceremonia. Quince disparos de cañón anunciaron su término. Eran las cuatro y media de la tarde.

A las cinco, la “sociedad lucida” se reunió en casa de don Manuel de Sarratea, frente al atrio de Santo Domingo. Se había tendido en ella una amplia mesa para el banquete conmemorativo, como en los funerales de Héctor. Grandes banderas colgaban de los muros del salón, y el retrato del prócer, coronado de laureles, presidía la reunión desde el testero. Sus amigos y sus compañeros de armas entraron al son de un himno compuesto especialmente para el acto y cuyo coro armonizó las voces en esta súplica patriótica:

Ven, ¡oh, grande Belgrano! / Llega, ¡oh sombra sublime! / Del llanto nos redime, / Del llanto y del dolor.

Bernardino Rivadavia inició la libación. Levantó su copa, y derramándola sobre las flores con ademán sacerdotal, propuso una suscripción popular destinada a la fundación de una ciudad que llevara el nombre del ilustre patriota. Enseguida, el hacendado español José Ramón Mila de la Roca —hermano de José Vicente, que acompañara por propia voluntad al general Belgrano, como secretario privado, en su desdichada expedición al Paraguay— se dispuso a pronunciar un brindis que tenía escrito.

Era una alabanza del sentimiento de la amistad, “la dulce y verdadera”, la “fina y constante” que lo había unido durante veinticinco años “al noble ciudadano, al patrio ta honrado, al magistrado íntegro, al militar virtuoso, al general valiente y desinteresa do “… Pero don José Ramón quedóse sin voz a las primeras palabras, palideció y cayó desvanecido. El desmayo le duró más de una hora, y al recobrarse estalló en sollozos: aquel número inesperado acentuó el carácter patético de la conmemoración.

En la noche del día siguiente celebraba su función de beneficio en el Coliseo la actriz Ana Rodríguez Campomanes, quien la dedicó al “ilustre porteño general don Manuel Belgrano”. Se estrenó una pieza patriótica titulada La batalla de Tucumán, y asistieron al acto, desde el palco oficial, el gobernador Rodríguez, su ministro Rivadavia y Manuel de Sarratea. Quince días más tarde, con motivo del beneficio de la actriz Antonina Montes de Oca, se le rindió nuevo homenaje. Después de ejecutar la orquesta el himno del banquete fúnebre, se estrenó una loa compuesta por el actor Joaquín Culebras.

El héroe de Salta y Tucumán ascendía al cielo, donde era coronado por Jove, Marte y Apolo; el general, sin desconcertarse ante ese tribunal ecléctico, dirigía una oración a su virgen favorita, María de las Mercedes… La función continuó con Pablo y Virginia, drama extraído de la novela de Saint-Pierre en el que Antonina hizo el papel de la doncella y Trinidad Guevara, ídolo de la época, trocó su sexo, y el tramoyista se mofó del sol insular. Salió la concurrencia sorprendida de haberse encontrado al difunto cristiano en olímpicas alturas, y a la muy femenina Trinidad con pantalones, y el astro colgando de algo que resultó el arco iris.

A nadie extrañó, en cambio, el retorno de las musas. De Luca había escrito la letra del himno mencionado; Lafinur celebró en una oda el panegírico pronunciado en la Catedral por el doctor Gómez; un soneto elegíaco, firmado con dos iniciales inconfundibles, V.L., apareció en El Argos.

Fray Cayetano Rodríguez no acudió a es te molde que empleara cuando lloró a Mariano Moreno: compuso un extenso elogio en prosa que destinaba al púlpito y que no pronunció; pero “los verdaderos apreciadores del mérito” lo editaron en pulcro folleto de cincuenta páginas, aunque omitiendo el nombre del autor. Hasta el desmayo del señor Mila de la Roca tuvo consagración poética en un soneto anónimo: “Al mejor amigo de Belgrano”…

Cfr: Rafael Alberto Arrieta, “Exequias del general Belgrano”, en: Instituto Nacional Belgraniano, Manuel Belgrano. Los ideales de la patria, Buenos Aires, Manrique Zago Ediciones, 1995, pp. 96-98.
Visión nocturna del mausoleo de Belgrano al conmemorarse en 1920 los 100 años de su deceso.

Visión nocturna del mausoleo de Belgrano
al conmemorarse en 1920 los 100 años de su deceso.

 

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